viernes, 20 de enero de 2017

El suicidio de Rosa Claramunt


            La mañana que Rosa Claramunt decidió suicidarse era la de un domingo cualquiera. Tomó la decisión de forma tan impulsiva como determinante. Lo iba a hacer y nadie le iba a quitar la idea de la cabeza. Y tan segura estaba de ello que nada más pensarlo, se dispuso a llamar por teléfono uno a uno a sus seres queridos para comentarles su ocurrencia. Pocas y débiles fueron las objeciones que recibió al respecto. ‘No puedo decir que lo apruebe, pero tú verás lo que haces. Eso sí, si quieres que te ayude en algo tendrás que esperarte un poco, que estoy de camino a comprar el periódico’, fue la respuesta de su padre. No se planteaba siquiera la opción de sentarse a reflexionar sobre ello, a crear una lista con los pros y los contras. Tenía el firme convencimiento de que era lo más adecuado y no cabía la posibilidad de echarse atrás. Pero sí tuvo la frialdad de meditar sobre cuál debía ser el mejor modo de hacerlo. Descartó rápidamente la ingesta de cualquier veneno pensando que algo que te acaba matando no debe saber muy bien. No quería irse de este mundo con un regusto amargo en la boca. De hecho, tras llegar a este razonamiento, fue a la nevera a coger una de las empanadillas que sobró del día anterior para que el último sabor que le quedara fuese el de sobrasada y atún que tanto le gustaba. Mientras la empanadilla se calentaba en el microondas desechó también lo de meterse en la bañera con una tostadora. No había necesidad de cargarse ningún electrodoméstico. Debía ser algo súbito y rotundo. Sopesó la opción de tirarse desde la azotea pero no quería protagonizar la escena morbosa del barrio. Moriría discretamente en la intimidad de su casa sin que ninguna maruja pudiera decir: ‘yo lo vi todo’. Fue al darle el primer mordisco a la empanadilla cuando recordó el revolver que se escondía en una caja de zapatos en lo alto del armario. Ese que nunca había sido utilizado por ningún miembro de la familia y que llevaba criando polvo ahí arriba cerca de veinte años.
En cuanto lo vio, lo tuvo claro y sin más preparación que la de limpiarle toscamente la mugre con un trapo y comprobar que conservaba sus dos balas, fue al cuarto de baño, se plantó frente al espejo, se introdujo el arma en la boca y le quitó el seguro. Tuvo su único momento de duda cuando miró al techo y se imaginó a quien debía limpiar sus restos. Bueno, hay que pintar de todas formas, se dijo antes de presionar el gatillo.
El estruendo del disparo le hizo encogerse de hombros y cerrar los ojos, y al abrirlos de nuevo, se encontró con su propia cara de sorpresa. Notaba un ligero escozor en la parte posterior del paladar y al pasarse la lengua por la zona podía palpar el orificio que había dejado el disparo. Pero nada más. Repitió la misma acción. El estallido fue acompañado esta vez por el sonido del chocar de dos metales y al abrir los ojos la cara que vio no era de sorpresa sino de ofuscada curiosidad. Todo seguía igual salvo por un pequeño detalle. Una perezosa gota de sangre le caía por la frente dejando tras de sí un sendero rojo en su piel blanca. Si seguías ese reguero encarnado hasta su origen, te topabas con una esfera plateada a medio asomar por un pequeño cráter abierto en la carne.
¡Tengo una puta bala incrustada en la cara!, le recriminó a su imagen en el espejo.
No había salido de su estupor cuando una amiga la telefoneó al móvil.
- ¡Hey! ¿Todavía estás ahí? Acabo de leer tu mensaje.
- Sí…sigo aquí.
- ¡Estupendo! Te iba a decir que te esperaras un par de días para que te vinieras mañana al cine. Que Jorge no quiere venir. Oye, ¿y cómo es que sigues viva? ¿Te has rajado?
- No, me he pegado un tiro pero no ha salido bien. Tengo la bala clavada en la frente.
- Ugh…eso debe quedar horrible. ¿Y no te duele?
- Me pica un poco. La estoy tocando pero ni entra ni sale, no la puedo mover.
- Ajá… Pues tía, resulta que Jorge dice que no le gustan esas películas, que si la quiero ver que me vaya con otra persona. ¿Y lo que decía de hacer cosas juntos? No me gusta esto, tía, se está distanciando. Creo que hay alguien más.
- Te voy a dejar. A ver qué hago con lo mío.
- ¿Me cuelgas? Pero tía, que los demás también tenemos problemas. ¿Qué hago yo con Jorge?
Colgó y tiró el móvil al sofá con desprecio. Se sentó y se esforzó en buscar algún síntoma que señalara que el final estaba cerca, que se desplomaría sin vida en cualquier momento. Estuvo a punto de autoconvencerse de que empezaba a marearse pero no podía engañarse a sí misma. La realidad era que se sentía mejor que cuando se había levantado de la cama.
Se limpió la cara, se puso una gorra, bajó las escaleras corriendo con la cabeza baja y fue a ver a su hermana, que trabajaba en una panadería a dos manzanas de camino. La panadería estaba abarrotada. Se fue escurriendo con delicadeza entre la gente como una anguila hasta llegar al mostrador.
- ¡Huy, Rosa! ¿Qué haces aquí?
- ¿Recuerdas lo que te he dicho de suicidarme?
- ¡Ah, cierto! ¿Qué ha sido de eso?
- Pues mira- Se levantó la gorra para mostrarle a su hermana la punta del proyectil brillándole en la frente.
- ¡Ugh! Qué mala pinta tiene.
- A mí me gusta, le da personalidad.- Dijo un joven desde el otro extremo echándole una pícara sonrisa.
- ¿Te has pegado un tiro? Mi Juan se lanzó a las vías y no tuvo ningún problema.- Le comentó la anciana que tenía al lado.
- ¡Venga, hombre! Qué algunos tenemos cosas importantes que hacer.
Su hermana siguió atendiendo a su clientela alentada por las prisas ante la desesperación de Rosa.
- ¡Pero dime qué hago!
- Pues vas a tener que ir al hospital a que te lo miren.
- ¿Me vas a llevar?
- ¡Qué va! Te tendrás que ir sola, que mira cómo tengo la panadería.
- Pues dame las llaves de tu coche.
- De eso nada. Te vas en metro, no vaya a ser que te dé un desmayo conduciendo y formes un estropicio.
Y en metro se fue, cruzándose con las mismas miradas altaneras y susurros juiciosos que se encontraría al llegar al hospital en la sala de espera. Pasó allí gran parte de la mañana porque nadie consideraba que su caso fuese algo especialmente prioritario y cuando le tocó el turno de entrar a la consulta, el doctor le reprochó que quizá, para algo así, lo más adecuado hubiera sido que visitase a su médico de cabecera en lugar de colapsar urgencias.
- Bueno, ¿dónde está el problema?
- Pues…tengo una bala en la frente.
- Ya. La he visto. Pero ¿qué quieres que hagamos? Si te duele puedo recetarte ibuprofeno. Por lo demás sólo te queda el reposo.
- Pero no me puedo quedar así ¿No pueden operarme o algo?
- ¿Dices que te movamos la bala para terminar el trabajo? La cirugía sería un gasto innecesario en este caso.
- Hombre, yo preferiría que me las sacaran. Me he pensado mejor esto del suicidio.
- ¿Te lo has pensado mejor?¿No crees que es algo tarde para eso?
A Rosa se le escapó una carcajada.
- ¿Qué dices? Si yo me encuentro bien, y una ya está casi fuera. A poco que estornude se me cae sola.- Dijo sonriendo ampliamente.
- No pareces entender la situación.- Le replicó el doctor. Y empezó a hablar sobre las causas por las que la operación no era viable. No eran complejos tecnicismos, eran palabras que Rosa conocía, pero por alguna razón no era capaz de asimilarlas.
Rosa se puso en pie, fue hasta la puerta y presionó el interruptor de la luz, pero no pasó absolutamente nada. Entonces interrumpió la charla del médico, que no había dejado de hablar desde que empezara.
- Oye, ¿no podéis subir las persianas o algo? Se está quedando la habitación muy oscura.
- Me temo que tampoco podemos hacer nada con eso.
Y esto sí lo entendió sin ningún problema. Lo dijo poniéndole la mano en el hombro para reforzar el tono grave y fraternal con el que articulaba la frase. A Rosa le alarmó la seriedad del doctor. Rosa se dio la vuelta, giró el pomo de una puerta cuyo color ya no podía de identificar, y al ver que no se abría, empezó a aporrearla y a pedir ayuda a gritos. Esgrimía palabras que no coincidían en absoluto con las que pensaba pronunciar. Palabras reales que no tenían ningún sentido en ese contexto. Rosa, frustrada, entró en pánico. Fuera de aquella sala, fuera de aquel hospital y de esa ciudad que le había tocado cruzar en metro, fuera de ese mundo absurdo e ilusorio, la muchacha hubiera despertado ante una situación tan amarga y tormentosa. Hubiera despertado de un brinco si la presión sanguínea fuese lo suficientemente firme como para alcanzar los últimos capilares de su cerebro. Pero no despertó del sueño. No salió de ese cuento onírico en el que los objetos que la envolvían iban perdiendo nitidez por momentos y el doctor seguía hablando, construyendo oraciones cada vez menos verosímiles. Allí, encerrada en su cabeza, no era demasiado consciente de ello, pero de su mente empezaban a esfumarse recuerdos superfluos como el nombre del novio de su amiga o el color de las paredes de su casa, y después, de forma cada vez más apresurada, cosas de verdadera importancia para ella. El sabor de las empanadillas, la voz de su padre, la cara de su hermana y en general, todo lo que constituía la existencia de Rosa Claramunt, fue desapareciendo paulatinamente a medida que la vida se le escapaba a través de las muñecas, se dejaba guiar por la inclinación de la bañera y se perdía para siempre por las cañerías.

domingo, 31 de enero de 2016

El loco del barrio y su casa sin esquinas

Despierta cuando todavía el tráfico es escaso y antes de que suene el primer bocinazo, ya ha salido de ese pequeño refugio en el que duerme cada noche. Consiste en un barco de vela latina varado sobre la hierba. Es un navío que jamás volverá a zarpar y está tan bien cuidado que parece que nunca se haya posado sobre el agua. El mástil atraviesa el casco del barco para clavarse perpetuamente en lo más profundo de la tierra, la percha de la que debería colgar la vela, lejos de lo versátil que fue antaño, está concienzudamente fijada al mástil y la vela ha sido sustituida por una delicada y ligera trama de hilos con el fin de suavizar la fuerza del viento.
Lo primero que hace al levantarse, es echarle una ojeada a un exiguo campo de hortalizas custodiado por tres altas palmeras datileras, a escasos pasos de su lecho. Lo segundo, darle de comer a los conejos y gallinas que alberga ocultos en un recoveco entre los setos. No hay más que unos cuantos metros entre el huerto y el corral y, más allá del corral, tan sólo está el bordillo que delimita un reino amablemente usurpado. Al bajar el bordillo todo es caos. Cuatro carriles marcados sobre un asfalto castigado sin cesar por una vorágine de armatostes motorizados que, como cada día, perpetúan la costumbre de correr en círculos hasta que un letrero con forma de flecha los escupe en una dirección concreta. Pero el personaje que reside en el ojo del huracán vive ajeno a todo ese furor descontrolado. Cuando ha terminado de atender sus obligaciones con animales y hortalizas, camina hasta el otro lado del 'jardín', la parte enfocada hacia la ciudad. Allí suele calentar café con la ayuda de una pequeña bombona de gas, sentarse en una silla desplegable y leer el periódico, pero nadie le ha lanzado ningún periódico todavía.
Se dispone a colocar su asiento cuando descubre, al otro lado del desfile de coches, al borde de la acera, pegado a una mochila aparatosa, a un niño que observa cada uno de sus movimientos. No tendrá más de 10 años. Lo saluda con la mano y el chaval pega un respingo. El crío le grita algo que no se logra imponer al clamor del tráfico, de modo que lo único que recibe como respuesta es un gesto de incomprensión. Mira a un lado y a otro y continúa su camino bordeando la calzada. Una vez pierde de vista al muchacho, pone el café sobre el camping-gas, coge una nevera de playa de detrás de un arbusto y extrae de ella una caja de galletas y un pantalón de chándal. De la caja de galletas saca una bobina de hilo con la aguja ya enhebrada en el extremo y empieza la tarea que le ha sido encomendada.
Alguien vino a visitarle una noche a unas horas en las que a nadie le apetece montarse en vehículo alguno, y le dijo que si le haría el favor de remendar un par de prendas a cambio de una garrafa de aceite de oliva. A lo que contestó que no era necesario tanto por un par de prendas, que se conformaba con un paquete de sal. Este favor, como muchos otros, se lo piden desde esa distancia de cuatro carriles que le separa del mundo cotidiano. Si tiene cuidado, puede salir de ahí cuando quiera. Nada ni nadie se lo impide, pero hace mucho tiempo que no se le ve en contracto directo con sus vecinos. Toda conexión que lo mantiene unido al resto de ciudadanos es una cuerda que cuelga de una farola mediante un rudimentario pero ingenioso sistema de poleas. A través de este práctico mecanismo le ha llegado tanto lo necesario para cumplir con los favores que le piden como lo que recibe como compensación a su trabajo. Desde que está ahí, ha montado sillas, ha pintado algún que otro cuadro, ha reparado un par de relojes, arregló una bicicleta que no cambiaba de marcha y una vez, nadie sabe muy bien cómo, hizo revivir una radio de los años 60. Ahí tiene suministro de agua por el sistema de riego, como también tiene acceso a la luz a través de la farola. Pero sólo se hace uso de ella en diciembre para ornamentar con luces navideñas uno de los tres naranjos bordes que tiene a su alcance. Naranjos con cuyos frutos, suele hacer mermelada todos los años.
A parte de los conejos y gallinas ya mencionados, no tiene mayor compañía ahí dentro que una colonia de molestos loros verdes que le han cogido cariño a una de las palmeras, y que son tan reacios a largarse, como él a expulsarlos. No por altruismo ni hospitalidad, sino porque sus deposiciones le son muy provechosas para fertilizar el huerto.
Se encuentra de pronto con que ha cometido un error de principiante a la hora de hilvanar la tela y le ha quedado con un incómodo pliegue en la ingle del pantalón. Se aleja de la prenda para pensar en un solución que no pase por echar por tierra el trabajo realizado, coge la taza de café y, al levantar la cabeza para darle el primer sorbo, se sorprende de ver de nuevo al muchacho en el mismo lugar en el que lo encontró por primera vez. Tarda un par de segundos en darse cuenta de que nunca se había ido, tan sólo había dado la vuelta buscando por dónde aproximarse. El niño junta las manos en torno a la boca antes de alzar la voz y esta vez sus palabras sí se le llegan a entender con claridad.
- ¿Cómo se vive ahí dentro, señor?
- No se está mal. -Responde. Y con una sonrisa añade:- Pero nunca me llega el correo.
Tenía la respuesta ya preparada para cuando surgiera la pregunta, pero el chaval no parece encontrarle la gracia. Pone cara de no entender nada y casi se le puede leer la frase que tiene en la mente: '¿Y qué esperas? Vives en una maldita rotonda'.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Las últimas almas libres


Tenía que pasar tarde o temprano, y además debía suceder de buena mañana en un día laborable. Aunque era lo más previsible, hubo quien lo achacó a la mala suerte.
El engranaje de transporte privado motorizado colapsó exactamente a las 8:48, hora peninsular. Justo en el momento en el que el empleado de una papelería de la ciudad se incorporaba desde su garaje particular a la fila de coches que tenía en frente de casa para desplazarse a su lugar de trabajo, a medio kilómetro de distancia. Una vez metido entre el tráfico, ya no hubo vehículo que avanzara ni retrocediera. El Sistema de Conducción Automática que cada usuario tenía instalado y que permitía que se sincronizaran los vehículos para moverse de un lugar a otro sin tocarse, ya no encontraba el espacio suficiente en toda la urbe para la maniobrabilidad de los autos. Hasta la llegada de esa fatídica mañana, por muy saturadas que parecieran las calles, los turismos siempre hallaban el hueco necesario al cambiar de carril o incorporarse a otra vía. Aunque para ello, era imprescindible la ayuda del resto de usuarios de la localidad, que de un modo rigurosamente calculado, reducían la distancia entre sí hasta dejar libre el espacio exacto para permitir la maniobra. Desde las alturas, el ver dos filas de coches uniéndose en un mismo destino, hacía recordar el mecanismo de una cremallera. Y todo sin que llegara nadie a pararse por completo. El tráfico en hora punta consistía en una masa de vehículos sin principio ni fin que, comportándose como un ente vivo, en perpetuo movimiento, rodeaba la metrópoli y penetraba en sus entrañas a través de una compleja maraña de carreteras.
Todo andaba en orden hasta la mañana en que el trabajador de la papelería puso un coche de más sobre el asfalto e hizo físicamente imposible que la circulación continuara su curso. Aunque no sería justo culpar a aquel joven. Fue él como pudo haber sido cualquier otro. En realidad, el problema empezaba la tarde anterior al otro extremo de la ciudad, cuando un banquero regalaba un coche a su hija por su cumpleaños y ésta decidía estrenarlo yendo a comprar tabaco al empezar el día. El último coche que se compró antes de ese, era el último coche que podía aceptar el tránsito, y es algo que nadie había podido vaticinar. Incluso ya con las carreteras atestadas de vehículos paralizados, tardaron en sospechar que el problema era que habías más coches de los que cabían. La primera hipótesis era que el Sistema de Conducción Automática se había averiado de algún modo. Cuando descartaron esta opción y se dieron cuenta de la causa del caos, actuaron con rapidez y eficacia. El ayuntamiento buscó al habitante al que presuntamente menos tiempo le quedaba por disfrutar al volante y le expropiaron de inmediato su medio de transporte. No era más que un septuagenario que, como cada día, disfrutaba de su paseo matutino. Al momento, fueron desplazados hasta allí los bomberos, que al igual que el resto de vehículos de emergencia, sólo podían desplazarse por vía aérea. El Seat fue desguazado ahí mismo, en medio de la calle, ante la triste mirada del anciano, y una vez fue retirado pieza por pieza ese coche de más, la rutina continuó sin ningún otro percance. Pero quedaba el impacto social que suponía haber despojado a un ciudadano de su Derecho Inviolable a la Conducción Motorizada. Los vecinos habían quedado abrumados ante la posibilidad de que se tuviera que volver a recurrir a una medida tan dramática y radical. Podía pasar en cualquier momento porque en cualquier momento alguien podía comprar un coche nuevo.
De modo que el concejal de movilidad mandó reunirse de urgencia a las asociaciones de los medios de locomoción más importantes de la ciudad para abordar el tema. La Sociedad de Deportivos Descapotables, la Asociación de Taxis Diesel, Amigos del Monovolumen, Todoterrenos Sin Fronteras y No Sin Mi Mini entre otros, lograron dejar a un lado sus múltiples diferencias para discutir las posibles soluciones. Ni tan siquiera se planteó la idea de impedir que alguien más comprara un coche. Y es que el Derecho Inviolable a la Conducción Motorizada ya había sufrido suficiente agravio cuando incautaron el vehículo de aquel señor mayor. Era evidente que la única solución era crear más espacio para que cupieran más coches, pero ¿de dónde iban a sacarlo?. El asfalto ya había devorado parques, plazas y glorietas; no quedaban semáforos porque había sido eliminado hasta el último cruce al mismo nivel; no había árboles, bancos, buzones ni papeleras en la acera por la sencilla razón de que apenas había acera en la que ubicarlos. Los viandantes habían terminado por aceptar que desplazarse en coche era más cómodo y rápido que hacerlo a pie y habían permitido indolentemente que las zonas peatonales sucumbieran ante las necesidades reales de la gente. Igualmente, el transporte público había cedido ante la misma lógica. ¿Quién puede querer entrar en un metro o bus habiendo una opción más barata y confortable? ¡Es de locos! Porque cabe recordar que, aunque pudiera parecer opresivo ver las calles abarrotadas en hora punta, cada conductor, dentro de su automóvil, gozaba de un amplio e íntimo espacio para él solo. Por esa razón, también los túneles del metro habían sido reutilizados en favor del engranaje automovilístico y eran ahora un extenso parking. Era imprescindible, debido a que para asegurarle más espacio al tráfico rodado, se había prohibido el aparcamiento al aire libre y cada coche que no estuviera en movimiento debía estar en un parking o garaje. Para ello, a parte de los túneles del metro, toda casa, empresa o pequeño negocio requería de varias plazas para automóvil.

Una veintena de hombres rechonchos se sentaba en torno a una mesa redonda.

- Os veo bien a todos- dijo el concejal con una amplia sonrisa -especialmente a ti.

- Otro como mi mujer, yo no me veo tan mal- respondió el aludido, presidente de Todoterrenos sin Fronteras.

- Dentro de poco no cabrás dentro de tu Nissan- observó el representante de la Sociedad de Deportivos Descapotables.

- Pues me compraré otro más grande- contestó.

Todos rieron.

- Tíos, no os distraigáis. Debemos arreglar la situación- advirtió un hombre con una chapa de la Asociación de Taxis a Gasolina en la camisa.

- Por primera vez voy a estar de acuerdo con este señor- dijo su homólogo de la Asociación de Taxis Diesel. -Pongámonos serios. ¿No podemos construir carreteras encima de otras?

- No hay dinero suficiente para una infraestructura de ese calibre. De todas formas, urgen soluciones más inmediatas.

- Pues hay que tirar casas abajo, no hay otro modo de ensanchar las calles- la idea del presidente de Amigos del Monovolumen fue escuchada y considerada por todos.

- ¡Oh, espera! ¿Esto qué es?- el delegado de No Sin Mi Mini, estudiaba con interés el plano de la ciudad.

El resto de los hombres se inclinaron sobre el mapa y pudieron apreciar una pequeña línea que discurría por toda urbe en paralelo a las carreteras. En contraste con el ancho de la calzada y sus 8 carriles para cada sentido, aquel pequeño hilo, resultaba casi imperceptible. ¿Qué diantres es eso?, pensaron los 20 conductores simultáneamente. Acto seguido, bajaron a la calle para verificar que lo que se veía en los planos no era un error de imprenta y, efectivamente, ahí estaba. Entre la extensa calzada y la exigua acera, había algo que no era ni calzada ni acera. Un trozo de suelo pintado de verde al mismo nivel que la carretera, limitado por un bordillo a cada lado y que no llegaba al metro y medio de anchura. Ninguno de los 20 caballeros había reparado antes en ella a pesar de tenerla a centímetros de la fachada de sus viviendas, y es que no suele fijarse en el suelo que pisa quien lo hace sobre cuatro ruedas. Rara vez salían a pie por la puerta de sus casas.
Estuvieron en el exterior el tiempo justo para mirar a un lado y a otro, observar que la extraña vía sin aparente utilidad se extendía hasta más allá de donde la niebla pardusca permitía ver y sentenciar que sumando ese trozo de suelo al que, según los planos, debía haber al otro lado de la calle, habría espacio suficiente para un carril más que aliviara en tránsito.
La decisión fue unánime, los 19 representantes de los distintos tipos de transporte ordenaron al señor concejal que iniciara los trámites para hacer buen uso de ese espacio vacío y 24 horas más tarde, habría desaparecido por completo.

Si hubiesen permanecido tan sólo 30 segundos más al aire libre, hubiesen podido ver una sigilosa sombra atravesando la insalubre neblina, y de no haberla visto, ésta les hubiese alertado de su presencia con el agudo tintineo metálico de un timbre. Y de haber estado más tiempo todavía, habrían observado que esos fantasmas silenciosos pasaban por delante de sus casas con relativa regularidad. Desde que años atrás, fuesen expulsados de la calzada por el bien del tráfico y recluidos a ambos bordes de la carretera, se habían convertido en almas libres e independientes del resto de vehículos, lo cual los dejó exentos de los problemas que produjo el Día del Caos. Sin hacer demasiado ruido, sin llamar la atención de los conductores, disfrutaban del único transporte que seguía siendo más rápido y barato que el coche y que, por lo tanto, no se había rendido todavía a la lógica de la maquinaria automovilística. No es seguro que el encontrar una bicicleta pasando ante sus ojos hubiese hecho cambiar de idea a aquellos 20 hombres, pero quizás al menos, al ver las calles desde otro punto de vista, se hubiese implantado en ellos la semilla de un futuro diferente.
Al día siguiente, no volvería a pasar el mismo ciclista por allí. Ni el mismo ni ningún otro. Definitivamente, se habrían visto obligados a sacar otro coche a la calzada para unirse a esa conga infinita.
Algunos años más tarde, la ciudad volvería a tener el mismo problema, esta vez sin una solución tan fácil. Iban a necesitar entonces una revelación, que se replantearse el Derecho Inviolable a la Conducción Motorizada, que alguien salvara a la sociedad de sí misma con una simple pregunta: ¿Y si no necesitamos más espacio, sino menos coches? Esa pregunta tan sencilla y certera era lo único que hacía falta, pero para entonces ya no quedaría un alma libre que la hiciera.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Sotaterra - l'Heroi

 
“El agua se encontraba más tranquila de lo que era habitual a esas horas de la tarde y se extendía hacia el horizonte como una sábana recién planchada. Y él nadaba plácidamente, como alguien empeñado en alterar lo menos posible la serenidad de la superficie. Avanzaba a través del mar irisado formando suaves ondas a su alrededor, con la serenidad y convicción que da el saber querápido se me apretoOó… y me gusta tanto cuando se pega, ¡pega!”

El joven pasajero levantó la vista del libro para averiguar qué había interrumpido su lectura. Acababa de cruzar la puerta un individuo corpulento, con un cigarrillo a medio fumar en la oreja y desnudo de cintura para arriba. La camiseta que debía cubrirle el torso colgaba despreocupadamente de su hombro. Se acercó haciendo sonar sus chanclas en el suelo y se acomodó a una distancia de dos asientos vacíos. Por lo visto, dicho individuo, no veía necesario el uso de auriculares a la hora de escuchar música. De tal manera que convertía a todos los que le rodeaban en involuntario público de su serenata. Nuestro protagonista trató de centrarse de nuevo en la novela que tenía entre las manos pero por encima de las palabras que su mente iba interpretando, se alzaba el metálico sonido del teléfono móvil de su vecino. Nadie dijo ni hizo nada para acabar con aquella falta de respeto. Había más gente allí dentro, no podía ser que a nadie más le resultara molesto. Frustrado, pensó en una fácil solución a su problema: desplazarse hasta otro punto del vagón. Allá donde la música de aquel energúmeno no pudiera incomodarlo. Pero en lugar de ello hizo algo que no habría osado hacer de no encontrarse tan furioso. Se acercó aún más a la fuente de su enfado. Justo al lado. Tocando muslo con muslo. Toda una provocación hacia alguien que, aparentemente, tendría las de ganar si el encuentro pasaba a mayores. Nuestro héroe abrió de nuevo el libro y habló dirigiéndose directamente a su antagonista.

            - Mientras nadaba, sólo pensaba en ella. En sus suaves muslos, en su piel color canela, en el lunar al borde el ombligo…

            Fue alzando la voz para imponerla sobre la irritante música, y la alzó más aún para acallar las réplicas de su oyente, que no se encontraba preparado para tal contrariedad.

- Subió las escaleras con la misma parsimonia con la que había llegado nadando. En su rostro de mirada ausente se dibujaba una sonrisa bobalicona.

Los boquerones frescos recién comprados de la mujer sentada en frente ayudaban a proyectar lo que leía.

- Quizá, de no encontrarse tan absorto, hubiera advertido las sutiles señales que presagiaban un final trágico.

El destinatario del relato levantó sus gafas de sol, aún incrédulo, para observar mejor a su rival.

– Se dirigió a proa mirando hacia la costa esquivando sin querer los retazos de una camiseta desgarrada.

Le pareció escuchar ahí fuera, graznidos de gaviota.

- Abrió los brazos y cerró los ojos para sentirse envuelto por aquel aire tan mediterráneo.

Olía el mar y casi sentía el agua salada en a boca.

- Tardó unos minutos en descubrir que algo no iba a bien. Esperaba verla nadando cerca de allí pero no conseguía encontrarla.

De pronto se dio cuenta de que la música había parado de sonar. Lo cual no le parecía una buena señal. Había olvidado que estaba leyendo en voz alta para importunar a un ser hostil.

-No está, ¿dónde puede haber ido?, dijo en voz alta.

No levantaba la cabeza del libro pero notaba la dura mirada de su oponente clavada en él.

– La esperó sentado mirando hacia la orilla hasta que vio caer el sol…

A cada palabra que pronunciaba, notaba crecer la tensión en el ambiente

-…y concluyó entonces que habían estado jugando con él. Aquello era algún tipo de broma pesada.

Sentía que la agresión física directa era ya una opción más que plausible

-Estaba a punto de volver cuando escuchó un sonido proveniente de la cabina.

El golpe parecía inminente, pero no desistió.

-Algo había caído.

Se le quebraba la voz. Se esfumaba el valor reunido por la rabia y empezaba a ver aquello como un sinsentido.

- Se acercó hasta allí con paso precavido…

Aunque empezaba a amilanarse, no paró de leer.

- … y al llegar, la vio.

Entrecerraba los ojos cada vez que intuía un movimiento brusco

- O mejor dicho, vio sus pies, descalzo uno de ellos, que colgaban inertes a un metro del suelo.

Aquello no había sido una buena idea.

- No se atrevió a mirar arriba, no quería ver su cara hinchada y azul.

Fue entonces, cuando ya tenía la certeza de que aquello no iba a acabar nada bien, cuando escuchó anunciarse su parada y recobró el valor perdido

- Un ligero balanceo le hizo suponer que alguien subía a bordo. Se quedó en silencio.

Gesticulaba con una mano mientras agarraba el libro con la otra.

- El sonido de unos pasos confirmaron que había otra persona en la embarcación. Buscó alrededor suyo algo con lo que poder defenderse de quien quiera que estuviese ahí fuera. Tenía en la mano la zapatilla que había caído del cuerpo sin vida de la muchacha cuando apareció por el marco de la puerta…

Y antes de terminar esta frase, se detuvo el metro, y el muchacho no perdió tiempo en cerrar el libro, levantarse y salir al calor sofocante y la seguridad que del andén.

Su adversario se puso en pie, caminó tras él y lo detuvo con un bramido.

- ¿Y luego qué? - dijo sin llegar atravesar la puerta.

- ¿Cómo? – Respondió desconcertado.

- ¿Qué le pasó al chaval?

            Como respuesta vio cómo la mueca de terror de aquel héroe anónimo se transformaba paulatinamente en una pícara sonrisa al tiempo que las puertas se cerraban.

sábado, 11 de julio de 2015

Vuelve a llover comida

Ahí está otra vez. Aparece cada noche al otro lado de ese sólido muro invisible y no hace nada más que mirarme en silencio. No pestañea, no se acerca ni dice nada, sólo me mira. Hoy he decidido acabar con esto. Le grito algo desde la distancia y la única respuesta que sale de su boca es un simultaneo burbujeo. ¿Se está mofando? Sí, es claramente una provocación. Voy a por él, esto no va a quedar así. Él también se aproxima. Ahora que te tengo más cerca no veo más que odio en tus ojos. De pronto llega la luz del día y el muycobarde desaparece. Quien será ese mequetrefe y qué querrá de mí. Dejaré esta trifulca para más tarde, es hora de almorzar. Vuelve a llover comida.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Simbiosis


Nací aquí mismo hace ya algunos años aunque no sabría decir exactamente cuántos. Sí puedo decir que soy lo suficientemente madura como para ser tomada en serio. He crecido y me he curtido en mil batallas y todo esto debo agradecérselo a mi más fiel compañero, quien a pesar de la opinión pública, se negó desde un principio a desprenderse de mí. Como sin duda habréis adivinado, soy una barba. Una barba afortunada. Hoy corren buenos tiempos para nosotras porque ya no estamos tan mal vistas, de hecho casi se nos podría considerar una plaga. Eso sí, me entristece cruzarme con alguna camarada que ha tenido la desgracia de nacer pegado a uno de esos tipos de gafas anchas y camiseta de cuadros, y saber que su existencia será mucho más efímera que la mía. Por supuesto que entre mi colega y yo también hemos tenido algún que otro rifi-rafe, sobretodo por temas de comida. Yo es que veo un plato de sopa y me tengo que meter dentro. Me encanta, no lo puedo evitar. Pero la cosa nunca pasa a mayores. Al decir verdad no creo que fuese posible una ruptura entre nosotros. Estamos condenados a estar juntos. Y es que lo que hay entre nosotros es una relación simbiótica. Una de esas en las que las dos partes se benefician aunque pertenezcan a mundos diferentes. Como la anémona que da cobijo al pez payaso a cambio de aseo, o poniendo un ejemplo más familiar para todos, como el político que indulta al banquero a cambio de un puesto como asesor. Del mismo modo, también nosotros tenemos una relación de mutuo provecho. Aunque muchos diréis que recibo yo más de lo que doy, que yo sin él no sería nada. Pero ahora pregunto yo, y espero no ofenderlo cuando me lea. ¿Qué sería él sin mí? A pesar de la cantidad de historias que circula por ahí sobre nuestras ventajas, muchos no son conscientes todavía del bien que podemos proporcionar. Para empezar, ser portador de una barba te protege no sólo del frío, sino también de una multitud de enfermedades contagiosas. Hacemos función de mascarilla a la vez que ofrecemos abrigo. Y para muestra un dato irrefutable: más de la mitad de los enfermos de gripe no tienen barba. No creo que sea casualidad. Somos también un elemento antiestrés muy efectivo. Atusar una barba te ayuda a concentrarte y te relaja. Es más, la prestigiosa universidad de Hulland Ward, en base a unos recientes estudios (silenciados por el lobby de las infusiones sedantes) recomienda que todo adulto, hombre o mujer, duerma cerca de una. Sobre la ayuda que podemos facilitar en la vida silvestre hay que corregir y desmentir algunas cosas. Es verdad que siempre tenemos un pelo apuntando al norte y que nos erizamos cuando estamos cerca de una fuente de agua potable, pero hay que aclarar el asunto ese de que no puedes ser atacado por animales, que puede dar a pensar que los bichos vienen a ti a darte mimos. Pues no, lo siento, llevar barba no te convierte en Blancanieves. Está claro que si te cruzas con un tigre hambriento vas a tener una seria trifulca en la que no descarto poder servir también de ayuda. Pero por lo general, la virtud que ofrezco es otra. Imagina que vas por el monte y a tu espalda os descubre un jabalí. Lo que el jabalí va a pensar nada más verte es: "Oh, mierda, un humano! Debo expulsarlo de estas tierras". Pero entonces te darás la vuelta, te verá el rostro y se dirá a sí mismo: "Ah, vale, sólo es otro animal salvaje." Y entre gruñidos que únicamente entenderás si tienes pelo en la cara te espetará algo así como, "lo siento, tío, he estado a punto de atacarte." Puedo aumentar la presencia, el carisma y el atractivo de cualquiera. Sobre todo de esto último. Obviamente no llegué a conocer a mi compinche antes de que tuviera barba (¿Cuánto hace de eso? ¿Recuerdo el tacto de un chupete en mis primeros días? No, pero por ahí andaría), de modo que no puedo comparar su sexappeal de ahora con el de entonces. Pero os puedo convencer fácilmente de lo que os digo. Especilamente a vosotras. Cerrad los ojos e intentad mantener en la mente la imagen de ese tipo sin barba que os ha hecho gracia alguna vez, ese actor, cantante o desconocido del metro de mirada penetrante. ¿Ya lo tenéis? Vale, ahora ponedle pelo en el rostro. ¿Os lo imagináis? ¿Lo podéis ver? ¿Lo podéis sentir? ¿Lo tocáis? ¿Sentís el tacto del frondoso pelaje bajo la yema de los dedos? Bien, vale, lo que os acaba de pasar es normal. Ya os podéis cambiar de bragas. No se lo contaré a nadie. Y sintiéndolo mucho, con este último pensamiento os voy a dejar. Os contaría mucho más sobre nosotras pero no quiero despertar a mi socio, que lo he tenido todo el día talando robles y está agotado.

miércoles, 4 de junio de 2014

La triste historia de la mejor novela del mundo


 
- Hola, le llamo desde la Editorial Planeta. Es sobre el libro que nos mandó.

- Sí, dígame.

- Verá, le voy a hablar con total franqueza. Es lo mejor que he leído en mucho tiempo. Los personajes casi se pueden tocar por la forma en que los describe, es asombrosa. Su narrativa empieza fuerte y no decae en ningún momento. No sería capaz de cambiarle ni una coma, es perfecto palabra por palabra. Y el final... el final es sencillamente apoteósico.

- ¡Me alegra mucho oirle decir eso! ¿Entonces le ve éxito comercial?

- Por desgracia no.

- ¿Cómo?

- El problema es que la sociedad no es capaz de asimilar más escritores. Sois demasiados. Los lectores habituales prefieren leer otro maldito libro de Coelho que arriesgarse con un nuevo autor.

- ¿Tan mal lo ve?

- Mire, yo podría colocarle este libro en todas las librerías del país, y habrá gente que lo compre, lo lea y le guste. Pero sin un nombre o una campaña publicitaria cuyo coste la editorial no es capaz de asumir, es prácticamente imposible que la novela triunfe.

- Vaya... acaba usted de hundirme.

- Lo siento, pero este mundo es... espere, tengo una idea ¿Hasta qué punto quiere usted que su libro venda?

- ¿Pero qué pregunta es esa? A cualquier precio. Me gusta escribir y desearía poder ganarme la vida haciéndolo.

- Bien, verá, acabo de pensar en algo. Se dice que Stephen King escribió libros bajo un nombre falso para no colapsar el mercado. Con usted podríamos hacer justo lo contrario.

- ¿Y eso cómo es?

- Pues es, básicamente, sacar el libro bajo el nombre de un personaje popular que ya haya triunfado antes. Todo con su consentimiento, claro.

- ¿Nadie sabrá que soy el autor?

- No. O al menos hasta dentro de un tiempo. No recibirá el reconocimiento personal que se merece, pero piense en todos esos hogares que tendrán su novela en la mesita de noche. En cuanto al tema económico, dicho personaje cobrará un canon por utilizar su nombre, pero aun con todo, si la persona en cuestión es verdaderamente popular, quizá sí pueda ganarse la vida con esto.


El escritor terminó aceptando a regañadientes y el resultado fue mucho mejor de lo esperado. El libro se colocó pronto entre los más vendidos y pudo dejar su trabajo para empezar a escribir una segunda novela. Pero algo fallaba, por más que buscaba no encontraba ninguna crítica razonable sobre su libro. Todas las críticas estaban enfocadas más hacia el famoso de la portada que hacia la trama de su interior. De modo que decidió contactar de nuevo con la editorial para pedir explicaciones.

- No veo dónde está exactamente el problema. ¿Acaso no le da dinero?

- No es eso en absoluto, si se vende muy bien, pero me da la sensación de que nadie lo ha leído.

- Bueno, pero es que no se puede tener todo. Si lo que quiere es que la gente lo lea, debería haberlo puesto en internet para que se lo bajase gratuítamente quien quisiera.

- ¿Pero es que le parece normal que la gente compre libros para no leerlos?

- En este caso no me extraña tanto. Y no porque el libro no sea bueno, sino por el público al que ha ido dirigido. Pero pensé que lo importante de verdad era que el libro se vendiera. Hemos apuntado al sector más amplio de la sociedad actual y ha funcionado, no debería quejarse.

- Lo que pasa es que no veo por qué no pueden leer algo que ya han comprado...

- Es posible que hayan intentado hacerlo pero se hayan cansado al tercer párrafo. Por dios, ¿ha visto el personaje que le da nombre? alguien que conoce y admira a esa persona, no está acostombrado a leer libros.

El escritor colgó el teléfono sin despedirse. Frustrado, miró la portada del libro que aun tenía en la mano y empezó a asimilar el error que había cometido. Definitivamente, no debió publicar su primera novela como el último libro de Belén Esteban.